Esta mañana no pude salir a correr y solo miré hacia mi montaña desde la ventana, odiando los estudios, las fotos y la resaca de tanta letra en mi cabeza. No tuve tiempo que dedicarle y sabía que el sol la estaba quemando, mientras me observaba esconderme y conducir con la mirada gacha.
Paso el día sonámbulo con la mente pensando en lo mucho que me gusta subirme por las mañanas, cuando sus manos pueden acariciar las arrugas de mis sábanas en mi cara. Ella me despierta tantas veces... susurrando letanías con la sutileza que le quita el sol naranja subiendo. Por las mañanas todo es más fácil y más silencioso, por las tardes me toca compartirla y no me gusta tanto, siempre busco nuevas sendas por las que sorprendernos.
Llegué a casa rendido, pero con la cabeza pensando en ese volcán apagado, al que tanto respeto y devoción profeso. Mi indecisión se va con la débil lluvia que empieza a mojarme la cara. Cierro los ojos y visualizo el recorrido. Me cambio y me arreglo para el encuentro, sé que no es el mejor momento pero me apetece y subo desde las patas de mi cama para verla al completo, alejándome de la comodidad de casa. Salgo enseguida, calentando en marcha, subiendo despacio por dentro de las colchas de eucaliptos, el crash crash de mis pasos suena tranquilo y me centro en el suelo, en las raíces y varices, en las pequeñas imperfecciones que la hacen tan bella y tan especial para mi.
Llego sin darme cuenta a sus faldas y miro hacia arriba, los alisios soplan fuertes y la humedad se apodera de nosotros. Somos uno y empiezo a respirar más fuerte. Me asfixio y agacho la mirada al suelo. La piel de la montaña me pone el ritmo y sigo sus escalones, hasta que mis pasos, mi aliento y mis latidos se acoplan en un solo sonido. Todo en mi mente es ese ritmo, una única música y un único runrun. Elevo mi mirada y veo en su cima el final. Acelero mis pasos y mis gemidos, acompasando los últimos pasos de su ladera. Y llego arriba.
Por unos segundos todo queda quieto y callado. Noto el aire fresco en mi cara, el sudor en mi espalda y las endorfinas gritando en este clímax. La tensión en mis músculos se desvanece, oigo el suspiro en la brisa y un abrazo de cielo me devuelve el calor. La piel erizada de la montaña me acompaña, con los helechos apuntando al cielo y los brezos tiritando inseguros. La niebla espesa nos regaló la intimidad de dos amantes en un segundo infinito.
Comienzo a bajar por su espalda y su sudor me acompaña por el sendero que llega a su ombligo, donde la acequia no para de correr. Las nubes se van de mi cabeza y alzo la mirada a esos caminos que dibujan sus senos poderosos. Sensual y sugerente, morena de sol y tersa del aire que la acaricia. Perfumes de antaño que impregnan mis pulmones agradecidos. Acaricio sus caderas antes de abandonarme al abrigo entre sus pies. Allí me quedo, como en modo automático hasta llegar a casa con su piel en mi piel y su sabor en mis labios. Siempre atenta. Siempre amable. Alivia mi sed, cura mis heridas y se ofrece amable para completar días y noches de soledad.
Me ducho sin perder su fragancia, para dormir soñando con sus curvas… esas que nos llevan al cielo si se lo pedimos.