No puedo decir que no a esa atracción y desgaste físicos, y la primera razón es que no quiero. No quiero dejar de desearte y querer estrangular el poco aire que quede
entre nosotros. Y agarrarte tan fuerte que me duelan las manos y tenga que
atarme a las costuras de tu ropa interior para poder asirte más
fuertemente y no caer. Y repetir ese baile infinitas veces sobre tu cuerpo.
Y gastarnos en el otro sin ningún temor ni ningún complejo: pedir más y recibir
un extra de calor desprendido de la pasión quemada dentro de tus músculos.
Darnos la vuelta y seguir bailando al ritmo de las taquicardias que tienen los
bebés al nacer y ver la luz y la vida. Saberte como una funda de mi carne y
probarte como abrigo por todo mi cuerpo. Rasgarnos la tiranía y la lluvia de
los días nublados con más y más labios chorreando en mi boca. Abrazarnos tan
fuerte que nos tatuemos las huellas del corazón y escaparnos de la misma
manera; temiendo chocarnos contra el entorno que se nos difumina alrededor.
Perder las nociones y las naciones, vivir en el cuerpo del otro y no salirnos
de tus curvas sin fronteras, correr por los acantilados de tus piernas y los
afilados riscos de tu pecho y tu cuello. Perdernos en la espesura de la saliva
que se nos escurra y nos haga inmortales. Cerrar los ojos. Soñar despiertos.
Vibrar ansiosos con palabras sin aliento. Silbar nuestra dicha y querernos sin
el cuerpo. Apretar más y más fuerte los músculos. Gritar que nos gusta.
Apretarte más las nalgas y la cintura. Saber que estamos perdidos y gritar que
desaparecemos. Relamer el placer con la punta de los sentimientos y licuarnos
en las paredes de nuestras limitaciones; eliminando todo sufrimiento y toda
barrera.
Respirar. Acostarme sobre tu espalda o sobre tu pecho que aún lata
fuerte. Relajarme al son de tu compás quejumbroso y grave. Pegarnos con el
placer que perdimos en otra batalla de las que no me quiero perder. Perder la
mirada en la translucidez del polvo del cuarto. Cuidarnos. Oír el silencio que
queda tras el chaparrón. Besarte la nuca. Besarte el pecho y acariciarte la
barrica de este mi licor favorito, la frente y la nariz. Bajar mis dedos por tu
mentón hasta tu pecho izquierdo y olvidar que el tiempo encabezó mi último
texto y querer morir allí. Así. Con todo hecho y todo por hacer. Pensar
olvidado, que todo está perfecto y nada es tan importante como para volver la
vista afuera de ese pecho que me cobija y me hace sentir lleno, satisfecho,
cansado, muerto: feliz. No quiero dejar esto. No quiero renunciar, no lo quiero.