6 de diciembre de 2009

Sonidos del mar en que flota mi alma

El silencio absoluto, sin conocerlo nos atrevemos a decir que es relajante, grande, precioso o nos haría felices. Aunque quizás sea aterrador, enorme y doloroso.

Hace tiempo que me olvidé del silencio y en las noches más estancas, siempre oigo un zumbido. Decidí que en mis oídos las notas debían estallar tan fuertes como quisieran. Escuchar música se volvió para mí en algo indispensable; entender cada canción era necesario; intentar inventarla era la gran meta; y descansar en ella mientras estudiaba, trabajaba, descansaba o me dormía, obligatorio. Sin embargo no hay mayor satisfacción que crearla uno mismo, y saludar al mundo cortando el silencio en lonchas llenas de nuevos sabores. Subir y bajar el volumen es mi forma de vida:
Despertarme, subir el volumen; ducharme, bajarlo; desayunar, subir el volumen; cerrar la puerta bajarlo; coger el coche, subir el volumen; llegar a la universidad es bajarlo, y andar por el mundo es subirlo al máximo. En este mundo las cosas suenan. Hay mucho ruido, pero en ocasiones se puede escuchar el canto de la orquesta que el viento dirige, la más grande que hay, donde los árboles, las casas, la tierra, el mar… si, el mar, crean sinfonías irrepetibles. Y en los atardeceres la música cobra color y el rojo es con el viento una larga nota que se alarga tanto como los coches la dejen. Por eso la ilimitada banda sonora de algunas cosas me apasiona: los pájaros, las ranas en la acequia de mi pueblo, la hierba, el agua en la ducha, la radio sin sintonizar, los pasos, los murmullos de la otra mesa, los sollozos, el paso del lápiz sobre este papel y el olor del aire frío, intentando congelar en una partitura infinita la improvisación más hermosa.